Según
el Instituto Argentino de
Análisis Fiscal la presión tributaria llegó a un récord histórico en
Argentina, doblando casi la media Latinoamericana que ronda el 20%.
De acuerdo a lo consignado en el informe N° 193, el tamaño del Estado (a nivel nacional, provincial
y municipal) creció aproximadamente un 60% entre 2002 y 2011, explicado
mayormente por el aumento en las transferencias corrientes al sector privado
seguidas por el gasto en personal y en seguridad social.
El
problema es que estos aumentos no vinieron solos, la presión fiscal alcanzó un
nivel sin precedentes del 35% del PBI en 2011 (un 54% más que el año 2000) y se
estima que para el cierre de 2012 alcanzaría un 42%.
No
es un buen indicio que el aumento sideral del Estado venga determinado por
gastos corrientes e improductivos. El aporte que hace el contribuyente para
sostener a esta gran corporación pública es cada vez mayor y a su vez se recibe
cada vez menos a cambio. La calidad de los servicios públicos como la salud, la
educación, la seguridad, el transporte, entre otros, es paupérrima y se
deteriora progresivamente con el paso del tiempo ante la falta de inversiones.
La
mayor presión tributaria no se corresponde con la necesidad de hacer una mayor
inversión en infraestructura o mejorar los pobres servicios públicos del país,
sino que va en línea con el objetivo de suficiencia,
es decir, recaudar dinero para financiar las actividades (poco productivas) del
gobierno.
Esta
intervención progresiva asfixia al sector privado que tiene que destinar al
estado una gran parte de sus ingresos, por ende, no es de extrañarse que tarde
o temprano la marcha de la economía se termine deteniendo. La pregunta es:
¿Hasta qué punto el estado piensa avanzar sobre la economía real? Ya lo
demostró Arthur Laffer con su archiconocida curva: los ingresos fiscales no
siempre aumentan ante cada incremento en los impuestos, peor aún, corren el
riesgo de disminuir una vez que se sobre pasa cierto nivel de presión
impositiva. Una afirmación más que lógica, ya que nadie está dispuesto a
brindar el total de los frutos de su esfuerzo al estado. En este punto no vale
la pena engañarse, cada individuo sale a la calle a buscar su propia subsistencia
y beneficio, no a mantener el estilo de vida de otros. Se puede afirmar sin
lugar a dudas, que en ninguna parte del mundo la asfixia estatal surte los
efectos deseados por el poder central, el problema es que se tiende a legalizar
un sistema que persigue al que produce riqueza.
Volver
del intervencionismo estatal desmesurado implicaría desinflar una corporación
de tamaño mayúsculo que traería grandes costos sociales y políticos, pero
profundizarlo es más peligroso aún, pues se dice, que es ahí donde comienzan
las dictaduras.