Suelen
enseñar los manuales básicos que el sistema de precios es una especie de
"indicador" de cómo están asignados los recursos en la economía. A
tal fin, es preciso utilizar lo que se conoce como "precios
relativos", esto es, el precio de un bien expresado en cantidades de otro
bien. Por ejemplo: Si para adquirir tan sólo una naranja necesitamos entregar
20 manzanas, se deduce que la primera es más valiosa que la segunda. Esto
implica además que los recursos productivos están volcados mayormente a la producción
de manzanas.
Sin
embargo, no vivimos en una economía de trueque sino que usamos dinero como
medio de cambio, por ende los precios están expresados en unidades monetarias y
comúnmente reciben el nombre de "precios nominales". El nacimiento
del papel moneda y sobre todo de su casas emisoras trajeron consigo un gran
problema: la inflación. Cuando esta última se hace presente, los precios crecen
en forma persistente y sin aparentes causas reales como podría ser una merma en
la cantidad producida. Por si fuera poco, no suben todos al mismo ritmo, por
ende es común que durante procesos inflacionarios galopantes las relaciones de
precios nominales se distorsionen y ver como una "baratija" pasó a
valer casi lo mismo que un artículo de lujo. Estas incosistencias son conocidas
como distorsiones en el sistema de precios.
La inflación
El
rol de una persona en el mercado cambia todos los días: es demandante cuando se
dirige al almacén de la esquina para adquirir los bienes necesarios para su
vida, como así también es oferente cuando vende sus servicios profesionales (o
aquello que produzca) para asegurarse un ingreso mensual mínimo. Como bien lo
explica el siempre didáctico De Pablo en una de sus columnas del diario La Nación, de un
lado hay seres humanos que consumen en función de sus necesidades e ingresos y
del otro, también hay seres humanos que mediante su esfuerzo están dispuestos a
abastecer ese consumo. Por lo tanto, sería razonable que una parte decida el
precio que le sea conveniente cobrar y que la otra determine si le conviene o
si le parece justo pagar ese monto.
Tal vez no sea necesario, pero ante tanta insistencia de aplicar recetas que de antemano van a fracasar, sería bueno repasar el comportamiento de aquellos que
intervienen en una transacción comercial: el oferente y el demandante. Ante
incrementos de precios, el primero va estar dispuesto a asumir mayores
esfuerzos a fin de aumentar su producción, mientras que el segundo demandará
una cantidad menor como consecuencia de la reducción sufrida en su poder
adquisitivo. En caso de una caída en los precios, el vendedor ofrecerá menos y
por su parte el consumidor va a estar dispuesto a consumir más. Esto es lo que
se conoce como ley de oferta y demanda:
De
esta puja de oferentes y demandantes en diferentes direcciones, surge un precio
y una cantidad de equilibrio. En esta situación, lo que demandan los
consumidores es exactamente igual a lo ofrecido por los productores.
Ahora,
¿qué sucedería si un tercero ajeno a la puja fija un precio que sólo le
conviene a una de las partes antes mencionadas? La otra parte ¿estará dispuesta
a formar parte de un trato en la que salga perjudicada? Por supuesto que no ¿Se
la puede culpar por ello? Tampoco, puesto que nadie está dispuesto a cambiar
valor (ya sea esfuerzo o dinero) a cambio de nada.
Supongamos
que las autoridades (o el querido Guillermo) fijan un precio por debajo del transado en el mercado, es decir,
establece un precio máximo a cobrar. Lo esperable sería que aumente su demanda,
pero ¿qué pasa con la oferta si el precio es bajo y no brinda márgenes mínimos
de rentabilidad? Sencillo, la oferta decrece. Todos quieren comprar, ¡pero
pocos quieren vender! Es aquí donde nace el desabastecimiento y/o los excesos
de demanda.
El control de precios es una práctica irracional y sin sentido, ya que el incremento descontrolado de los mismos es la consecuencia
y no la causa de la inflación (parece una obviedad pero no lo es para
nuestros gobernantes). Esta última, debe atacarse en todos los frentes y con políticas económicas serias, no es suficiente la acción individual del Banco Central sino también es necesario un fuerte compromiso
fiscal por parte del poder ejecutivo, ya que la desmesura en el gasto público
siempre suele ser disparadora del emisionismo monetario que destruye el
valor de la moneda en forma permanente.
Mientras tanto, seguimos insistiendo en derogar la ley de gravedad. Una verdadera bomba de tiempo.
Mientras tanto, seguimos insistiendo en derogar la ley de gravedad. Una verdadera bomba de tiempo.